
Observando fotografías, 
    tengo a menudo la sensación de que el mundo es visto con presunción. 
    Con mucha presunción.
    Nuestro entorno cultural alimenta inconscientemente esta actitud.
    La fotografía, víctima y agente, nos ofrece sin cesar imágenes 
    que aceptamos como una forma anticipada de experimentar la realidad.
    Menos a menudo, tengo la 
    ocasión de encontrarme con fotografías que representan otra 
    forma de mirar.
    Estas, responden a una actitud 
    que no pretende clasificar el mundo, ni reducirlo a una acumulación 
    de momentos relevantes o gestos dramatizados.
    Son, por el contrario, el 
    fruto de una disposición humilde y confiada.
    No 
    quieren narrar, y aún menos explicar. Tal vez porque aceptan que la 
    existencia es inexplicable.
    Son fotografías que abren la puerta a la comprensión de una 
    cualidad de la vida, la de ser inaprensible.
    Aceptar este hecho paradójico, nos conduce a constatar algunas cosas 
    :
    La primera, que intentando definir el mundo lo que de verdad se define es 
    el funcionamiento del dispositivo fotográfico.
    A través de esta constatación podemos llegar a otra:
    Nuestro uso del medio fotográfico constituye una metáfora de 
    nuestra relación con el complejo movimiento de la vida, y pone en evidencia 
    las limitaciones de nuestra forma habitual de relacionarnos con la realidad 
    a través de la fotografía.
    Actuar dentro de una consciencia de estas limitaciones, puede conducir a que 
    la paradoja en la que necesariamente existe la fotografía revele su 
    aspecto más poético y nos permita sintonizar con la cualidad 
    musical de la existencia.
    Para ello es imprescindible que callemos.
    Puede que así, el acorde de lo maravilloso configure su armonía, 
    y ésta resuene en un trozo de papel.
Javier Vallhonrat
    Texto para el 
    libro: Fotografías de un diario. Ed. Mestizo. Col. lo 
    mínimo. Nš 4. Murcia, 1995.